Nací en la Ciudad de México, en plena época de los hippies, pertenezco a una familia típicamente disfuncional de finales del siglo XX. El primer contacto que tuve con el arte, fue atreves de los retratistas callejeros, los vi dibujar a la gente de los bajos fondos con gran habilidad, muchos de ellos eran alcohólicos que utilizaban el dinero que ganaban para seguir bebiendo. A los trece años, como adolescente que delinquía, me robé un libro sobre Van Gogh de un centro comercial, para mí fue como un satori en plena adolescencia. Después entré en contacto con Miguel Ángel, emocionado decidí hacer del arte una vocación, más parecida al sacerdocio que a una profesión trivial. El arte no solo me salvó de convertirme en un delincuente, sino que reorientó mi existencia. Tristemente, a lo largo de mi vida, vi caer en desuso la práctica del oficio de las artes plásticas. Ninguno de mis maestros sabía dibujar.
En contra del pensamiento dominante, mi anhelo no es innovar, romper o aportar nada, a lo máximo que aspiro es a convertirme en un buen artista tradicional, en el mejor sentido de la palabra, esto es, en alguien que reconoce que tiene antepasados, y que además será medido con un elevado rasero de normas y preceptos. Amo el orden y la tradición del arte clásico. Para mi es tan conservador Picasso o Diego Rivera, como pueden ser innovadores el Greco y Miguel Ángel, todos ellos pertenecen al ámbito de lo intemporal, todos ellos fueron maestros de la forma.
En arte no persigo la libertad como se entiende en estos tiempos, para mi libertad es el dominio del oficio, tiene que ver más con algo que se conquista como resultado de un duro esfuerzo, que con la falta de normas y límites.
Un día me di cuenta que el tipo de arte que me interesaba ya no se enseñaba en las escuelas, que si aspiraba a poseer un conocimiento tradicional debería emprender el largo camino del autodidacta, parafraseando a Rodin: "Vi claramente, a los quince años, lo que me esperaba: una vida implacable de sufrimiento y paciencia".